1827-1828
Óleo sobre lienzo, 74 x 68 cm Madrid, Museo Nacional del Prado

Francisco de Goya - La lechera de Burdeos

Desde siempre considerada como la última obra de Goya, una especie de apostilla o corrección al testamento espiritual de las Pinturas negras, cuya carga nihilista atenuaría al menos en parte, la pequeña tela estuvo en posesión de Leocadia Zorrilla, que la vendió a un amigo del pintor poco después de la muerte de éste. Se ha dicho y escrito mucho sobre el renacer del Goya octogenario bajo el cielo libre de Francia, sobre la nueva felicidad de unos tonos azules que no se veían en su paleta desde hacía décadas y de la luminosidad matinal del retrato, al que algunos atribuyen calidad impresionista. Sin embargo, al observador sensible y antirretórico no se le escaparán las estrías oscuras que contaminan los azules y un ductus rasgueado, casi balbuceante, que parece denotar un oficio consumadísimo, no exento de borrones. Con todo, el cuadro no posee la compenetración y la identidad de calidades entre la luz y los cuerpos que distingue a una obra impresionista. La lechera de Burdeos es la obra de un viejo pintor que, con el caballete en el umbral de su casa una mañana de sol, se decide por fin a hacer el retrato de la campesina que le trae la leche todos los días, y, al pintar a la muchacha sentada en un murete a comtraluz, Goya cambia todos sus negros íncubos por una contemplación amable del espectáculo eternamente renovado de la vida.